Portada del semanario Oiga, 2 de Mayo de 1989.

En mayo de 1989, en los peores momentos de crisis económica e inseguridad del primer Gobierno de Alan García, la historia de los pishtacos logró una portada del importante semanario Oiga. Como en el caso actual, la policía originó la información.

Aquella vez la historia surgió en el caserío Hermosa Pampa a tres horas de Satipo y el reportero Miguel Ramírez (luego, periodista de investigación de El Comercio) viajó a la localidad y se entrevistó con agentes de la Policía de Investigaciones de Satipo, con vecinos de la mujer desaparecida y peritos de criminalística de Lima.

Como en las notas actuales, aquella vez también hubo entrevistas al antropólogo Juan Ansión, quien aquella vez declaró: «mantengo mi escepticismo, pero debe investigarse a fondo este caso, pues de repente -no descarto la posibilidad-pueden existir casos aislados de comercialización de aceite humano».

El informe fue publicado a siete páginas -en el formato actual de Caretas, para quienes no conocieron el semanario que dirigió Francisco Igartua en el tiempo de los miles de intis y de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP)-.

Y aquí una cita de 1989 parecida a los textos publicados hace un par de semanas cuando el ministro del Interior Octavio Salazar divulgó la ‘colosal’ noticia: «Parecería que lo ocurrido en Hermosa Pampa tiene inspiraciones ligadas a una secta diabólica. La PIP encontró en la casa de los pishtacos cinco litros de aceite humano, el cuchillo con que descuartizaron a Herminia Pareja y la lata donde frieron los trozos de grasa extraidos de su víctima».

El comprador en 1989 no estaba en Alemania sino en Miraflores. Trasladándonos en el tiempo, en Miraflores podría decirse que ‘estaba’ el dinero, así como hoy quisieron hacernos creer que en el primer mundo estaban los compradores de grasa.

No se pierdan la explicación de Sifuentes de por qué los periodistas pisan el palito de las fuentes policiales en todos los tiempos, en casi todos los gobiernos, pero especialmente en momentos difíciles para quienes están en el poder. Como casi siempre, estas historias muy vendedoras sacan de la agenda otras menos cómodas como las de la no investigada cuasi universidad Alas Peruanas. Y por supuesto la historia menos cómoda del mes para el ministro del Interior: la de los escuadrones de la muerte en Trujillo, donde la inseguridad tocó techo desde inicios de año (cuando Cuarto Poder denunció ajustes de cuentas entre transportistas y mafiosos).

El ministro Salazar se parece cada vez más a la ex ministra Mercedes Cabanillas, quien rechazó numerosas veces dejar el cargo pese a la falta de resultados en seguridad ciudadana y su responsabilidad política en la muerte de los 24 policías en Bagua.

Las justificaciones del general (r) Salazar fueron infantiles hoy cuando lo entrevistaron en RPP y dijo que se había «sobredimensionado» la noticia de los pishtacos. Y es triste escuchar un ministro que explica lo inexplicable, así como cuando aseguró hace unos meses que Sendero Luminoso no era una amenaza y a las horas tuvo que traducir sus propias palabras y cambiar de opinión.

La separación del jefe de la Dirincri es una eventualidad más y el ministro no puede escudarse en que él sólo transmitió la información que recibió de sus subordinados y que ya hay una ‘medida administrativa’ (la sanción al oficial de la Dirincri) en curso. En la Policía comúnmente los subordinados que no quieren declarar responden ‘Consúltenle a mi comando’ pero, en este caso, Salazar no tiene esa prerrogativa: él es la más alta instancia en cuestión de orden público.

Y para cerrar, El Morsa, quien planteó primero un enfoque correcto de este asunto en blogs capitalinos.


Reproducción del informe de Oiga sobre supuestos pishtacos en 1989.

Pone la radio 'La Inolvidable' si uno no le sigue conversación.


En octubre 2008 un taxista que abordé en Miraflores me contó una historia triste y convincente: su hijo se había accidentado montando bici y estaba a punto de perder la vista. Lo iban a operar ese día sólo si podía retirar de la aduana unos lentes intraoculares que llegaban de Colombia. Hoy, lo encontré de nuevo -station wagon blanca, TGQ630- y contó el mismo cuento, sólo que esta vez era un embaucador sin salud mental.

Hoy fueron 40 minutos de miedo, no como el año pasado que lloré con lo contaba: le di unos kleenex porque él también lloraba. Aquella vez le pagué quince veces más de lo que debía ser la carrera porque si no llegaba con equis cantidad a mediodía a la aduana, su hijo perdería la vista.

«Acá en Lima la gente es muy mala. Yo vine de Casagrande con mi esposa, vivimos en Puente Piedra, cerca de unas chacras. Un día que hice un servicio del aeropuerto a Ventanilla me robaron el carro unos tipos vestidos con terno, por eso ahora tengo que alquilar carro», relató el año pasado.

El año pasado, la operación iba a ser en el Hospital Mogrovejo de Barrios Altos, un día de semana al inicio de la tarde. Por un tiempo estuve tentada de ir a averiguar si efectivamente habían operado a ese niño que se había accidentado cuando se tropezó en medio de las chacras, ‘haciendo carrera con un amiguito’. No fui.

Esta vez su auto se quedó sin poder avanzar en el Circuito de Playas, donde seguía repitiendo la historia. Agradecía que el servicio fuera en dirección al Callao para luego ir a la aduana. Se quejaba de otra mujer que más temprano no le ayudó a cortar camino en República de Panamá donde el tráfico era tan malo -decía- como en ese momento. «Acá es donde uno gasta más combustible. Esto no es obra de Dios. ¿Por qué tanto sufrimiento?», preguntaba mientras miraba maniáticamente la hora cada dos minutos y arreglaba el protector de tela sobre el tablero del auto.

Como la hora avanzaba y los camiones cargados de desmonte no dejaban avanzar, renegó. «Ya me fregué. ¿Me va a reconocer un sol más por la demora?», preguntó. Estuve a punto de bajarme luego de decirle que me debía dinero por la mentira del año pasado, que era un estafador, pero simplemente le dije que no. Respondió de mala manera. Luego le gritó a un conductor que pasaba por su lado: «¡Imbécil, cuida tu línea!».

Quería tomarle una foto, quería bajarme, quería salir de ese atolladero. Le pedí que me dejara en la Avenida del Ejército, pero no aceptó. «Yo la voy a dejar donde usted me ha dicho», contestó.

Así que cuando estaba como a 15 cuadras de mi destino, tomé la foto desde donde él no pudiera ver, en un semáforo le di el dinero y me bajé. Debe tener unos 55 años, usa lentes. Lo reconocerán porque de la nada le sale el tono de lamento-llanto y por la historia inconfundible.

Si tuviéramos algo parecido a un sistema de transporte, este tipo de taxistas y de historias no ocurrirían. Y quizá yo iría en bicicleta a mi trabajo como en 1991.